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🎞 ‘Mapa de los sonidos de Tokio’ [Crítica cinematográfica]

‘De cómo sabores y notas forman una melodía’

¡Ichi, Ni, San! El mismo número que forman los colores; amarillo, rojo, azul. Los tres colores básicos primarios de los que parten el resto del espectro. Los que componen el gran ojo ciego y soñador de la última película de Isabel Coixet.

Tres colores básicos que fusionan a negro, ese inmenso ojo ciego de su cartel. Un ojo entornado y captador de mil sonidos del que brotan tres diminutas lágrimas carmesí acorazonadas, de un púrpura atravesado por flechitas no menos significativas.

Este gran ojo, resultado de fusionar gheisa occidental y matahari oriental -o algo así-, suplantado en un rostro que nos habla del tema universal, del “no drama” de su película, de esta historia de soledades y amores imposibles que por efímeros no pueden prolongarse en el tiempo sin otro final que la tragedia; antesala de la más absoluta soledad.

Soledad de personajes que no se buscan pero que se encuentran en el set de la vida, de soledades que interactúan o no, de personajes que transitan, -lanzándose en brazos de los instintos más básicos-, permaneciendo herméticos y abandonados a sí mismos.

Cada personaje es un exótico caramelo, diferente entre sí, dulce en su esencia, pero ácido en su interior -metáfora que podría encajar, en parte, con el cine de Isabel-.

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Directora y actriz en el set de rodaje

«Cápsulas agridulces, dosificadas con maestría apabullante, desbordando al espectador a un ritmo embriagador y no exento de sensualidad a grandes dosis. Todo, hasta el más ínfimo y sutil detalle tiene su lugar y su porqué en esta historia.» 

20:20 horas del viernes 28 del 08 de 2009. Sala 9. Fila 15. Butaca 1. Última fila que da con el pasillo central. Estreno de su esperaba obra. Sala acogedora. Público homogéneo, de la treintena en adelante.

Acomodándose como en una especie de sonoro goteo que ameniza la espera. Tras comenzar los créditos de inicio, gente que llega tarde, chasquidos que piden silencio, expectación.

Consigo sacar -con cierto recelo- mi block de notas, para inmortalizar aquellos detalles que logren despertar un interés particular en mí en la más absoluta oscuridad, bajo el halo de luz que desprende el proyector. Quizás un hábito un tanto extraño. Defecto o virtud.

Denominación de origen, como los vinos sensuales que David, el personaje que interpreta Sergi López, ofrece a Ryu (Rinko Kikuchi) nada más conocerse en ese recóndito y particular escenario a los que nos tiene acostumbrados Coixet.

Nadie como ella para bañar ese espacio artificial de progresiva magia, la magia que envuelve ese primer contacto de toda pasión que nace. Él se lanza a cortejar -abiertamente y en ausencia de artificios rimbombantes y sutiles- a nuestra heroína.

Así nos muestra este primer encuentro entre ellos, lanzando al vuelo dos preguntas al espectador: de cómo nace ese momento mágico -de desconocidas coordenadas-, en que en la mente de alguien hechizado por la mirada de otro ser, ya no puede aparecer sino constantemente -de un modo casi obsesivo y recurrente-, la imagen de quien ha invadido su mundo.

De ese momento en el cual la vida cobra otro sentido, y en el que lo demás pasa a un segundo plano. De ese momento en que la mirada es brillante y líquida, y que sólo puede ser captado por alguien que ya ha transitado ese estado. Y lo hace de una forma tan, tan divertida, que una se pregunta:

«¿Cuándo se produce ese instante en Ryu, al atreverse él a adivinar el vino que le corresponde a su persona, o cuando pone su mano sobre la de ella -siempre fría- a intentar pagar ésta -sin éxito- esa botella tan milimétricamente envuelta en papel celofán con estética de leopardo?» 

Pero aquí no hay sólo una historia de amor frustrado, el de Ryu hacia David, existe otra más -en apariencia oculta-, la del amante no correspondido que oculta su amor, que espera, que acepta la imposibilidad en la sombra, del personaje que nos muestra a Ryu y nos la muestra como realmente es, de quien la acompaña en su lado oscuro y la observa con una mirada milimétrica desde la vejez.

La de un hombre obsesionado con los sonidos, que la ama en un silencio absoluto, sabiendo que de ella no obtendrá sino el sonido de su respiración, el brillo de su mirada perdida anclada en la de otro ser -a veces presente, la mayoría ausente-.

Un hombre que comparte con ella momentos “culinarios” mágicos, silenciosos y llenos de encanto -con quien visitar cementerios cada domingo, con quien escuchar el silencio una tarde de verano-.

Un hombre que dibuja para ella koalas de salsa de soja en el plato donde come, un hombre que se hace así mismo preguntas sobre la vida que ella nunca le contará, sobre si se llega o no a preguntar cómo será de vieja, o qué notas sacaba en el colegio, o cómo era la relación con sus padres.

Coixet despliega un arsenal afinado de sonidos, y lo hace con voz propia en su mapa de sonidos. Son las “cosas que nunca se dicen”, las que nos permiten escuchar a nuestros fantasmas, esclavos de nuestros deseos más básicos. Y de esto, el personaje del viejo ingeniero sabe mucho.

A lo largo y ancho de este “melómano” recorrido, nos adentramos en la noche, apenas la luz del día para mostrarnos esos dos momentos; el del sonido que producen los abrazos y besos de los ciudadanos en el día oficial de besos, en el día de la ira, en la lluvia nocturna cayendo sobre un paraguas canino, a través de la química envolvente entre Ryu y David.

Todos estos sonidos casando a la perfección y en armonía con el mundo “gastronómico” al que nos tiene acostumbrados Coixet y con los que sazona las secuencias de toda su filmografía. Podremos ver como el personaje de Rinku Kikuchi degusta una vez tras otra -con cierta maestría- un sándwich de atún y algas, o cómo el personaje de Sergi López se pone perdido al intentar imitarla mientras sorbe -sin éxito- ramen.

O, cómo ya, tras su ausencia, descubre el plato preferido de ella, esos machis de fresa que el arquitecto ofrece ir a buscar para premiar su dolor en alguna secuencia de la historia. El olor a atún recién cortado, las ostras, las sopas de miso y makis de anguila, el sabor a “limón” que David le atribuye a Ryu.

Coixet es a «Mapa de los Sonidos de Tokio», como Jean Baptiste Grenouille -perfumista nato de la obra más conocida de Patrick Süskind- es a «El Perfume». A éste mapa de sonidos acompaña una excelente banda sonora, destacando el debut del grupo Bedroom con Japanesse Girl, con canciones interpretadas desde Misora Hibari, (un mito de la canción japonesa “genka”), Max Richter, el dúo holandés “Kraak & Smaak” hasta la bellísima “One dove” incluida en el último disco de Antony & the Johnsons.

El “Some one to watch over me” en voz de otro solista oriental, un “Like a Virgin”, como la canción favorita del personaje por el que ambos llegan a conocerse, ese personaje que rompe a llorar porque no puede resistir tanta felicidad, el sonido de la lluvia acompañada de violines, y el ritmo acompasado del alma de los protagonistas. Algunas secuencias transportan a otras creadas por Wong Kar-Wai en “El arco” o en “Deseando amar”, Sofía Coppola en “Lost in Translation”.

En una de las escenas vemos a David recorriendo un Tokio nocturno y solitario en taxi dirigiéndose al encuentro de Ryu. Recuerda al personaje que interpretó Bill Murray cuando va a despedirse del personaje que interpreta Scarlett Johansson, o la escena final del karaoke en la que uno no sabe muy bien si llorar de la risa o simplemente dejarse llevar por ese instante tan amargamente cómico -así lo marcó el termómetro del público en la sala, despertando sonrisas varias –. Sólo a Coixet podría ocurrírsele algo así.

A destacar dos escenas de silencio que me recuerdan secuencias de otras de sus películas. Transcurren en una lavandería mientras el personaje femenino duerme y es arropado por la mirada protectora de “él”.

La misma atmósfera -trasladada a otro escenario- que se respira en ese Love Hotel “Bastille”, -justo en la tercera cita-, tras llegar él tarde a esa habitación en forma de vagón de metro y encontrarla postrada sobre ese asiento de skay rojo.

Tras arroparla le dice que ha llegado el momento de hablar, refugiándose ella en una actitud marcadamente infantil y apoyándose en que tiene hambre, frío y que está cansada; finalizando la escena en un ruego insistente -por parte de él- por ser perdonado, entregando junto a ellos al espectador a los brazos de una nana pausada mientras suena la versión nipona de “La vida en rosa”.

He de decir que el silencio en la sala en este instante era abrumador, tanto que pude apreciar cómo dos mujeres abandonaban su asiento y marchaban despotricando mojigatas no sé qué improperios. Y es que debe ser que cierta música no suena igual en las “orejas” de todos.

Por no hablar también de la secuencia final cuando David se reúne con Ryu en el mercado de pescado donde trabaja para despedirse de ella y preguntarle si es eso lo que hace para no pensar, y confesarle que todo hubiera sido diferente si la hubiera conocido en otro momento de su vida.

O cuando oímos confesarle a su empleado que ella “no es nadie”, para caer atrapado en un mortal abrazo mientras ella le pide que pronuncie su nombre. Quizás fuera ese el deseo que ella escribió en la tarjeta del templo. Y es que, la gente nunca cambia, aunque sí las cosas.

¡San, Ni, Ich!, sólo puedo decir, deseando disfrutar de su próxima historia.

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